La llamada propiedad intelectual

Por: Luis Paulino Vargas Solís

(especial para ARGENPRESS.info)

Fecha publicación: 03/12/2007

Se puso de moda en estos días lo de la propiedad intelectual. El término se las trae ya que resulta manifiestamente extraño al lenguaje popular y al sentido común. Intentando explicarlo, quizá podamos decir que hace referencia a la propiedad que se ejerce, por medios legales, sobre los productos de la inteligencia y el talento humanos. Ello puede incluir desde un libro de García Márquez a una película de Almodóvar, una grabación de Monserrat Caballé o alguna de las magníficas actuaciones de Merryl Streep. Pero también está cubierta por la propiedad intelectual cualquier porquería del cine hollywoodense o del raeggetón. También se aplica sobre los productos resultantes de la investigación científica.

Una cosa extraña

La propiedad intelectual, pues, se ejerce sobre cosas intangibles, como son los productos de la inteligencia y el talento humano. Al menos en principio se supone que es así, cosa que, de cualquier modo, ya resulta bastante extraña. A fin de cuentas, ¿cómo alguien podría declararse “dueño” de una idea? ¿O acaso el conocimiento no ha sido siempre una enorme obra colectiva? El caso es que, en la práctica, la propiedad intelectual viene resultando un árbol frondoso que, con el pasar del tiempo, echa más ramas y aumenta de tamaño. De tal modo, no solo García Márquez tiene derechos de autor sobre las historias que él crea. También tiene sus derechos la editorial que produce el libro impreso o digital donde uno puede leer esas historias. El software con base en el cual funcionan las computadoras puede ser objeto de derechos de autor, similar al caso de García Márquez en relación con su creación. También se protegen marcas, así como designaciones geográficas cuando el origen de un producto -por ejemplo un vino chileno- se supone garantía de ciertas cualidades especiales

La cosa va dejando de ser una rara curiosidad y pierde su alo de inocencia en cuanto se empieza a observar que, por ejemplo, la propiedad intelectual protege un medicamento nuevo bajo un régimen de patentes, el cual establece una situación de monopolio a favor de la respectiva empresa farmacéutica, de modo que ésta pueda establecer precios desorbitados. La cosa es grave. Recordemos que las grandes farmacéuticas -cosa bien demostrada- gastan mucho más en publicidad que en investigación y que, en todo caso, buena parte de la investigación farmacéutica está financiada con fondos públicos. Entonces, ¿cómo justificar medicinas carísimas e inaccesibles para mucha gente cuya salud -y hasta su vida- las necesitan? Igualmente alarmante resulta observar que los tentáculos de la propiedad intelectual se extienden hacia la apropiación de la vida misma. Se incluyen entonces las semillas “mejoradas” y, finalmente, hasta los embriones y el genoma humano. Claro que ya esto resulta aberrante, mas, sin embargo, conviene enfatizar que en lo dicho no hay exageración alguna. Efectivamente hacia eso se tiende. El ya conocido Tratado de Budapest ofrece notable evidencia en ese sentido.

En todo caso, incluso los aspectos al parecer más inocentes de la propiedad intelectual, en realidad ocultan tendencias sumamente peligrosas. Es el caso de los derechos de autor. Una cosa, por completo razonable, es que a García Márquez se le reconozca el maravilloso talento creador que deja plasmado en sus historias. O que a Monserrat Caballé se le dé la retribución que merece su voz espléndida fijada en una grabación. Cosa bien distinta -para ilustrarlo en términos simplificados- es establecer un régimen draconiano de represión y penalización sobre el acto de reproducir y compartir aquel libro o esta grabación. Y, por cierto, detrás de eso andan la coalición oficial de los 38 diputados, en obediencia a intereses que, sin la menor duda, no son los de la educación ni el cultivo espiritual del pueblo costarricense.

¿Promover la creación e innovación?

Los propagandistas de la propiedad intelectual dicen que ésta es necesaria con el fin de promover la inventiva y la innovación, ya que por ese medio se garantiza una adecuada retribución a favor de quien inventa o aporta su creatividad. De ser esto cierto, como mínimo uno tendría que preguntarse cómo fue posible, a lo largo de los tiempos, el progreso de las artes, el pensamiento y las ciencias. Sócrates, Platón y Aristóteles aportaron algunas de las bases fundamentales de la visión occidental del mundo, sin contar para ello con ninguna propiedad intelectual. Tampoco les fue necesaria a Bach, Haydn, Mozart y Beethoven cuando llevaron la música a las cimas de la excelsitud. Ni a Miguel Angel cuando hizo La Piedad ni a Leonardo mientras pintaba la Mona Lisa o Rafael Sanzio y sus vírgenes y madonas de lánguido mirar. El caso es que Darwin escribió El Origen de las Especies, Montesquieu su Espíritu de las Leyes y Rousseau su Contrato Social sin contar con tales “estímulos”. Tampoco Newton cuando formuló su teoría de la gravitación universal. Pero ni siquiera Adam Smith para su Riqueza de las Naciones.

Posiblemente la cosa tiene que ver, sobre todo, con el interés por el dinero y la ganancia, cosa que, en estos tiempos de globalización neoliberal, ha devenido obsesión enfermiza. Algo de eso les ocurre a algunos creadores, artistas, intérpretes o científicos. Los ojitos les brillan con el signo de dólares y, entonces, se dejan hipnotizar por los cánticos de sirena de la propiedad intelectual. Así la ciencia o el arte dejan de ser actividades espirituales nobles y generosas y caen presas de la avaricia.

Pero en todo caso hay que reconocer que la tal propiedad intelectual es producto mucho más del interés de las grandes corporaciones transnacionales, que de quien crea, interpreta o genera ciencia y pensamiento. Así por ejemplo, el autor de un libro raramente saca algo más que boronas de la publicación de su trabajo. Quien verdaderamente gana es la editorial respectiva. Similar con la música: una cosa es lo que le llega al compositor o intérprete de una canción y algo bien distinto lo que se deja la disquera.

Se miente cuando se dice que de lo que se trata es de proteger y “estimular” a esa persona que escribe, compone o canta. Y, en todo caso, no deja de ser un completo sinsentido que se establezca -como en efecto se está haciendo- un sistema de protección de los derechos de autor que los alarga hasta 70 años después de la muerte de ese autor o autora ¡Cómo si esta persona pudiera requerir de reiterados “estímulos monetarios” para seguir escribiendo desde la tumba!

El caso del software resulta altamente ilustrativo. Tanto el TLC, en su capítulo 15, como los proyectos de ley actualmente en discusión, son generosos en estipulaciones que intentan consolidar los monopolios construidos alrededor del software propietario, es decir, el software cubierto por derechos de autor. De este último se sabe que debe ser adquirido pagando los derechos correspondientes y no puede ser copiado. Pero siendo que el software se parece a una obra de García Márquez porque, como ésta, se encuentra “escrito” (pero escrito en leguaje matemático), en todo caso la prohibición establecida igualmente impide modificar, pero ni siquiera conocer, eso que ha sido “escrito”.

Copiar no es piratear

La discusión acerca de la copia ha sido manipulada reiteradamente por las grandes corporaciones monopólicas. Dice que copiar es “piratear” y, por esa vía, establecen una asimilación con los actos de pillaje que llevaban a cabo los piratas marineros en el contexto de la dominación comercial europea de los siglos XV y XVI. Pero, a decir verdad, se trata de cosas por completo distintas. La comparación resulta entonces un completo despropósito. La razón básica de ello, pero no la única, es algo que resulta inherente al software así como a otros bienes informacionales, es decir, los bienes derivados de las tecnologías informacionales (como una grabación musical, una película o un libro digitalizado). Esa característica es que ¡simplemente es inherente a las tecnologías informacionales y a los bienes que estas producen la capacidad de la copia!

El software se copia porque se puede copiar. Lo mismo una película dirigida por Scorsese o una grabación de nuestra Sinfónica Nacional. Menudo problema, pues. Una cosa era un pirata del siglo XV que, espada en mano, y a sangre y fuego, robaba las mercancías que un barco transportaba, y algo totalmente distinto una adolescente costarricense que, por medio de Internet, comparte con sus amigas y su novio una canción. Esta chica hace lo que hace, primero porque quiere y lo disfruta, pero además, y sobre todo, porque la tecnología está hecha para que ella lo pueda hacer.

Cuando se dice que copiar es piratear y, en consecuencia, se opta por imponer sanciones legales y levantar todo un frondoso aparato de persecución y represión, no solo se están poniendo recursos públicos al servicio de los intereses corporativos y en contra de los de la gente. Además se está produciendo una grave inversión de valores. Porque, en este contexto, copiar es compartir y, como sabemos, el compartir es una de las formas de la solidaridad. De lo que nos hablan, a fin de cuentas, es de convertir en crimen y delito el acto, profundamente humano y cristiano, de compartir.

La propiedad intelectual corta el flujo de la información y el conocimiento y, por ello, frena la innovación

Pero, en todo caso, bien se ha demostrado que -al contrario de lo que afirman los corifeos de los intereses corporativos- la copia no perjudica los procesos de innovación. El movimiento del software libre ofrece una demostración contundente de ello. Recordemos cuáles son las bases de funcionamiento de este movimiento: usted puede copiar el software, regalarlos y distribuirlo si quiere. Y puede modificarlo, si le apetece y está usted técnicamente capacitado para hacerlo. Lo único que se solicita es que usted quiera compartir sin restricción las mejoras que introdujo en el software. Compartir. He ahí la palabra mágica que quieren convertir en crimen.

Cosa notable es que, con recursos incomparablemente menores que aquellos invertidos por los monopolios, el movimiento del software libre haya logrado cosas más que notables. Yo mismo lo constato de continuo. Por ejemplo, uso como explorador de Internet el de Mozilla Firefox, libremente disponible en Internet. No solo es más rápido y mucho más amigable que el Internet Explorer del monopolio Microsoft, sino que, además, se actualiza y mejora con grandísima frecuencia.

Entre tanto, los 38 diputados, bajo el mandato del TLC, intentan aprobar leyes donde se legitimarán los llamados Sistemas de Gestión Digital de Derechos, que acertadamente han sido rebautizados por el movimiento del software libre como Sistemas de Gestión Digital de Restricciones. Digo acertadamente porque lo que hacen es eso y solamente eso: restringen el acceso a los bienes informacionales, desde el software hasta la música, el cine o las obras literarias. Frente a las tecnologías informacionales vienen siendo unas -tristes y patéticas- tecnologías contra-informacionales.

Tales sistemas son la hipérbole de una de las características típicas de los regímenes de propiedad intelectual. En general éstos -y más directa y flagrantemente en el caso de los mencionados sistemas de restricción digital- coartan el libre flujo de la información, al establecer cotos inaccesibles donde el conocimiento queda atrapado. Y esto sí que atenta contra el avance científico y cultural y la innovación. Tremenda y preocupante paradoja: la propiedad intelectual -que la dicen necesaria para estimular la innovación- en realidad deviene peligrosa enemiga de ésta ¿O acaso la ciencia podría desarrollarse de otra forma que no sea el libre flujo y debate de las ideas? Pero la verdad es que esto además conlleva restricciones a la libre expresión del pensamiento. Es, con perdón de los promotores de tales normativas y restricciones, un proyecto al que inevitablemente hay que reconocerle rasgos autoritarios de cariz verdaderamente desagradable.

En fin, así es la llamada propiedad intelectual. Y conste que la que aquí he presentado es tan solo una brevísima y apresurada pincelada.

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